29 October 2012

El relato del lunes: Tinfoil




La primera noche que Joe pasó en Nueva York la pasó en un hotel. En realidad era un hostal. Uno de esos hostales sucios que no suponen la toma de contacto ideal con ninguna ciudad.
A la mañana siguiente. Con previsión de pasar la noche en el mismo lugar, Joe, conoció a Madison. En un tropiezo Madison y Joe se dieron la mano antes de caer al suelo. La conversación empezó ahí, sobre un montón de cemento compuesto y varios charcos. Continuó en una lavandería que había justo en la esquina de Park Slope con la séptima y de ahí Joe se encontró moviendo sus cosas, que eran pocas, al apartamento de Madison.
No hubo sexo. Sé lo que están pensando. Pero no fue así. Aquella noche se desenvolvió sola. Tampoco tenían la sensación de ser viejos conocidos, pero no les estaba costando nada conocerse. Charlaron durante horas, bebieron vino y cerveza. Eso explicaría su dolor de cabeza a la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, mientras Madison devoraba un yogur con muesli, Joe, que masticaba una manzana verde como si de chocolate suizo se tratara, se dedicó a observarla. Su pelo rubio, largo, liso, esparcido en un flequillo uniforme dejaba entrever de forma comedida y selectiva dos enormes ojos marrones. Sus labios finos, rosados, la cicatriz que aseguraba la parte inferior de su boca, entre dientes. Eso entraba dentro del perímetro que Joe alcanzaba a enfocar con los párpados aún empapados en sueño.
Joe North acostumbraba a llevar uno de esos gorros de lana gordos, de color oscuro, a partir de septiembre. Tenía el pelo castaño, casi negro, ondulado. Sus ojos hacían juego con la fruta que masticaba y su mandíbula marcaba las facciones masculinas de una cara al reflejo de años difíciles. Solía llevar barba, o bigote. Nada demasiado marcado. Lo que decidían sus días. Aquellos centímetros de pelo eran directamente proporcionales al tiempo empleado en desempeñar labores de verdadero provecho. Joe tenía una cicatriz en la mano izquierda. No le gustaría que les contase esto pero la abajo firmante de aquella marca fue la persona que le dio la vida. El día del incidente estuvo a punto de perder un ojo. Como Blind Willie Johnson.
Madison Six tenía los brazos largos, las manos grandes. Igual que Joe. Las curvas de su pecho encajaban con la forma de su cadera. Y sus largas piernas, dobladas sobre la encimera de madera, reafirmaban su desenfado con el mundo. Madison no presumía precisamente de una vida complicada. Nació en uno de los grandes hospitales de Nueva York. El Presbyterian / Weill Corner Medical Center. Al este del parque, en el número 525 de la 68. Frente al río. Andy Warhol, Malcolm X, Richard Nixon o Joey Ramone murieron allí. Su madre, Geena Six, era una de las doctoras en cardiología más reputadas del centro. Su padre, uno de los abogados más influyentes de la ciudad. La estabilidad era rutina para Madison. La soledad también.
Joe North nació en Boston, la madrugada del seis al siete de octubre. Siete años, cuatro meses, veintiséis horas, ocho minutos y dos segundos antes de que Madison, completamente desnuda y ensangrentada, saludase a toda la planta de maternidad del Presbyterian con un llanto feroz.
La puerta del bloque en el que vivía Madison era verde. Verde botella. Algo desgastada, por cierto. El edificio, como casi todos los edificios de la zona, era rojo. El ladrillo industrial y repetitivo delimitaba la figura.
Los inviernos en Brooklyn eran la mejor época del año. Aún quedaban hojas por barrer, así que la mejor época del año no había tocado inicio.
Después de aquella primera toma de contacto Joe consiguió un trabajo como escritor de chorradas, entendiendo por chorradas noticias relacionadas con crimen y sociedad. Morbo en general. En uno de los periódicos locales menos reconocidos.
Madison, que aún estudiaba, consiguió un trabajo como camarera en un bar cerca de casa. Para poder seguir afrontando gastos. Cuando uno abandona el Upper East Side para reconocer el valor de las cosas, y lo hace de manera consecuente, suele obtener una respuesta de resistencia y negativa por parte de esa familia acomodada a la que pertenece. Cuya imagen se verá directamente afectada. El <<qué dirán>> también ha sido siempre un caballero poderoso.


Eran aproximadamente las cuatro y media de la tarde del cuatro de noviembre del año corriente. Hacía tres meses que Joe y Madison compartían algo más que gastos y desayunos. Casi cuatro desde que se dieran la mano por primera vez. Dos horas desde que Madison había salido de casa con el pelo recogido y los ojos rojos después de la última discusión. A Bill no le hacía ninguna gracia que sus camareras llegasen tarde. Las excusan no eran excusa.
Mientras caminaba por la calle en dirección al trabajo, con la zapatilla desabrochada, y jugando a frotarse los ojos, Madison observaba el pavimento. Sin levantar la cabeza. Eso era lo más que podía hacer.
Antes de alcanzar la puerta trasera del restaurante, por la que entraban siempre, su compañera y amiga Sue, que apuraba uno de esos cigarrillos con filtro americanos casi tiritando, se acercó a ella.
  • ¡Eh! Eh. Espera, tienes mala cara. – exclamó Sue mientras tapaba la puerta de entrada y sacaba con delicadeza el rostro empapado de Madison del cuello del abrigo – No… Estás llorando, ¿qué ha pasado? – preguntó sobrecogida.
Madison giró la cara. Dios santo, ¡qué suyo era ese gesto! Cuando no quería hablar estrechaba la cara al hombro y apretaba los labios. Como una niña.
  • No voy a dejarte pasar así. Vamos… mírame Madie – susurró Sue pasando una de las espigas de pelo de Madison por detrás de su oreja – será mejor que te desahogues antes de ver la barriga de ese viejo dándote órdenes. ¿Qué ha sido?
Madison volvió a secar sus pestañas en los nudillos y tras un silencio de casi un minuto agarró uno de los brazos de Sue y se colocó frente a ella.
  • Ni si quiera sé lo que ha pasado, Sue. Supongo que he vuelto a equivocarme.- El llanto volvía a estallar como un espectáculo de pirotecnia en los ojos de Madison. Una cascada imparable a la que Sue no estaba segura de poder hacer frente con tan escasa información.
  • Madie, tú no te equivocas. Es que todo es algo incierto. En general, las cosas son inciertas, Mad. Ya sabes cómo es esto…
Sue acariciaba la mano de su amiga, aún sujeta a su brazo, con fuerza. Sabía que cuando Madison lloraba las cosas sólo se aclaraban con tiempo.
  • Es Joe ¿verdad? – Preguntó Sue algo indecisa.
  • Estaba todo bien – dijo Madison levantando la vista. Esclareciendo la duda al instante – Todo estaba bien y de repente, ya sabes, hace unos días que no parecía estar cómodo…
  • Bien, Madie, y ¿cómo ha sido?
  • Pues,… esta tarde, antes de venir a trabajar, mientras escribía uno de esos estúpidos artículos sobre por qué aumenta la criminalidad con el descenso de las temperaturas me he sentado encima de la mesa del salón – Madison hizo una pausa para llevarse los mocos con la manga de la gabardina – esa en la que escribe siempre y… bueno – las lágrimas de Madison continuaban cayendo en descontrol.
  • Sí, ¿y qué ha pasado? – dijo Sue repasando otro de los mechones de la narradora con cariño.
  • Pues… le pregunté. Sabes que no quería hacerlo, pero le pregunté sobre su estado de ánimo. Y sobre cómo podía ayudarle. ¡Joder! se me da bien hacer que las personas se sientan capaces. Lo sabes. – Madison volvió a pausar su discurso en detrimento de su estado de ánimo – de repente,… de repente me ha dicho que había otra persona. Que no estaba bien, que aún necesitaba tiempo para olvidarse de todo.
Desde que esa otra persona se desprendía de los labios de Madison las lágrimas caían duplicadas. Sus ojos estaban tan mojados que incluso parecían haberse aclarado. Como los de los ancianos o los perros cuando se ciegan con la tela blanca de las cataratas. Parecían azules. Como el agua cuando es coloreada por un preescolar en un dibujo.


Madison se había sentado a hablar con Joe, pretendiendo aclarar aquella frialdad a la que habían estado sujetos desde hacía unos días. Y la respuesta, sobre la mesa en la que escribía todo lo que publicaba en aquel periódico absurdo, había repercutido en Madison de la misma forma que si hubiera cogido una de esas jarras transparentes que venden en IKEA y, sin mediar palabra, hubiese arrojado cualquier contenido líquido sobre su rostro sorprendido.
Madison sólo había estado enamorada dos veces. Joe era la segunda persona que había conseguido hacer que sintiese que merecía la pena emplear su tiempo en cosas positivas. Era la segunda persona que había conseguido hacer que se sintiese parte de algo. Menos fuera. A Madison no le gustaba hablar de su corazón como si fuese algo que el resto de personas pudiesen romper.
Tampoco necesitaba convencer a nadie de que no estaba fastidiada. La sociedad entera lleva décadas enferma.

En el breve espacio de tiempo entre el resumen de lo sucedido y el abrazo que Sue tenía preparado desde que se encontrara con Madison, Bill, el propietario del negocio, abrió la puerta en la que esperaban, con la enorme tripa que le caracterizaba por delante, quedando algo paralizado.
  • Señoritas, me gusta saber que no soy tan imbécil como para invertir mi dinero en un montón de clientes desatendidos. – exclamó Bill bastante furioso, mientras señalaba su reloj de pulsera marrón y alzaba la vista sobre Madison.
  • Verá, Señor,… - procuró explicarse Sue.
  • No hay peros, Sue, entre ahora mismo si no quiere que haga efectiva una sanción con su correspondiente bajada de sueldo. ¡Se agarra usted a un clavo ardiendo!
Mientras Sue, obediente, se abalanzaba sobre el mango de la puerta, Madison, sin levantar la vista, se veía sujeta al gesto inquieto de Bill.
  • Señorita Madie, sabe que no soy muy amigo de las confidencias, pero esta es la primera vez que la veo verdaderamente afectada por algo. – exclamó Bill suave, sin saber bien cómo - la considero una persona inteligente. Espero que el motivo sea tan relevante como la mueca que se dibuja en su cara en estos momentos.
  • Sí, señor. – sollozó Madison.
  • Oh. No, no, nada de eso. No quiero que me dé la razón Señorita Madison. Quiero que se tome el tiempo necesario para que desaparezca ese malestar de su cara. Es palpable. A ningún cliente le gusta leer pena en la cara de quien, se supone, va a servirle una garantía de diversión.
  • Bien, señor. En unos minutos estaré lista para entrar.
  • Eso espero. – dijo Bill mientras cerraba la puerta trasera de un portazo.
A veces, Madison, pensaba en lo fácil que sería su vida si no hubiera decidido marcharse de casa. Bill era una de esas personas que todo el mundo detesta tener que tratar. Una versión empeorada del mismísimo Moe Szyslak.
Durante la tarde, entre las frases de ánimo de Sue al despiste de Bill y el esfuerzo por intentar permanecer entera, Madison, se dedicó a recordar. Recordar debería ser considerado arma blanca.
Entonces Madison recordó a Joe incapaz de mirarla a los ojos durante los primeros días. Él aprovechaba cualquier despiste de ella para hacerse con todas sus actitudes. Sus aspavientos. Sus ademanes de fortuna.
Joe era la única persona a la que Madison le enseñaba las cartas que se escribía con su madre. De hecho, como la letra de Joe era bastante mejor que la suya, a veces era él quien transcribía aquella correspondencia.

Y, no es que tuviese la sensación de conocerle, pero sí parecía haber un vínculo anterior. Por muchas razones. Yo siempre pensé que eran la misma persona entendida de diferente manera. Eso hacía que estando con ellos pareciese que llevaban tiempo juntos. Más de los escasos casi cuatro meses que habían pasado.
Uno no sabe bien por qué suceden estas cosas. Por qué una persona encaja para ti y de repente decide que para ella misma no encaja nada. Uno no sabe hasta qué punto merece la pena arriesgar lo que no tiene porqué jugarse por tener la certeza, desde luego incierta, de que algo puede ir bien. Las relaciones son lo más desagradecido de la vida. Y la única manera de encontrarse. La demostración de que la felicidad, tal y como la leemos, está ahí.
En la taquilla donde Madison guardaba sus cosas durante el trabajo encontró un par de aspirinas. Antes de volver a casa metió una de las pastillas en su boca y le dio el último trago al botellín de agua que llevaba en el bolso. En la televisión del bar estaban poniendo una de esas películas de finales de los 80 en las que nadie habla en un tono que no pueda considerarse ruido. De repente, uno de los personajes principales exclamó “¡Llama a una ambulancia!”. Madison se sentó en el banco de madera que había frente a las taquillas y cerró los ojos. Tan pronto como Sue entró en la sala Madison, como en un susurro, se encontró diciendo:
  • No quiero volver sola a casa.
Sue la besó en la cabeza lo mejor que supo. Se cambió de ropa y sin rehacerse la coleta, algo caída desde medio día, caminó con ella hasta la puerta verde que adornaba el portal del edificio.
No había ascensor. En ninguno de los edificios colindantes se había establecido la posibilidad de colocar un transportador de personas. Quizá porque hacía tiempo que Williamsburg venía siendo tomado por gente joven. Gente que, como Madie, gustaba de subir escalones (siempre que no fuese cargada con la compra, que tampoco era tanto) sólo por el placer de reorganizar tareas y mensajes, a veces subliminales, antes de cruzar el umbral de su propio espacio. A Madison le costó una hora y treinta y ocho minutos atravesar la línea no física que había entre el descansillo y el salón-comedor de su casa.
Cuando consiguió introducir la llave en la cerradura y pasarla, como un ritual, tantas veces como pudo, empujó la puerta deslizando su mano por la superficie, también desgastada, y supo que se había marchado.
Sobre la encimera de madera en la que se recordaba había un trozo de papel de plata con un par de palabras escritas.
Madison asió aquella lámina con vigor. Y se tendió sobre el suelo frío, junto al recibidor. Toda la noche.
Fue Sue quien llamó a la ambulancia.
Laura P. Calle.
















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