12 November 2012

El relato del Lunes by Laura P. Calle




RIIIING RING.
RIIIING RING.
  • ¡Quieres hacer el favor de coger el teléfono!
  • Sigo en la cama. ¿No puedes cogerlo tú?
RIIIING RING.
  • No, no puedo. ¡Tengo las manos mojadas! Por una vez en tu vida querrías poner los pies en el suelo antes de mediodía…
  • … Aarg Vale ¡VOY! – interrumpió Cecile mientras hundía la cabeza en la almohada a modo de despedida.
  • ¡Será mejor que te des prisa! Quien quiera que sea estará a punto de colgar. – Repitió la Señora Schrödinger.
  • Síi, mamá. Ya voy. – exclamó Cecile a regañadientes, alargando el quejido.
El piso en el que la Señora Schrödinger había decidido criar a sus hijos no tenía nada que ver con ninguna de esas espaciosas viviendas que uno imagina que va a poder permitirse cuando decide formar una familia. En el gesto de la Señora Schrödinger se leían veinte años más de los que pesaban sobre su espalda. A pesar de todo siempre miraba con rectitud. Su media cabellera castaña caía sobre unos enormes ojos azules. Fríos como sus manos.
Desde que el Señor Schrödinger les abandonó, aquella casa se había convertido en un desastre manifiesto. Un desastre de reducidas proporciones. Pero un desastre. En aquel lugar se mezclaban acentos, aromas, pasos, silencios, llamadas telefónicas; la esencia de todas las personas que compartían las estancias era tan distinta... Tan distinta como las narices. Las narices siempre son peculiares.
Cecile era la mediana de cinco hermanos. Tenía la cara llena de pecas. El pelo largo y rubio, como sus dos hermanas pequeñas, Sophie y Adelaida. Era espigada y desgarbada. Siempre llevaba ropa extravagante. Con todo. Con su edad y en conjunto. Pero disfrutaba de ello. Solía recogerse el pelo con una coleta o en una trenza. Sin embargo, cuando Cecile se soltaba la melena todas sus hermanas, de manera encubierta, observaban atentas cada movimiento de aquel manojo de aire. Era como si cobrase vida. Cecile era una de esas chicas cuyos brazos se estrechan en unas muñecas semejantes a la porcelana en aparente fragilidad. Ver cómo se movía Cecile a veces era un lujo. Austera y elegante. Sin pretensiones. Ah. Y tenía las manos más bonitas que puede tener una niña de quince años. La culpa era de aquella vecina negra, Jocelyn. Jocelyn solía cuidar a Cecile cuando su madre trabajaba hasta horas intempestivas. En casa de Jocelyn había un piano. Ella y sus amigas se reunían en las tardes para cantar. Ya saben, esas reuniones en las que los negros cantan góspel alrededor de un piano. Tienen que haberlo visto en alguna película. Jocelyn enseñó a Cecile a tocar el piano para poder acompañar a sus amigas con la voz. ¡Caramba! Cómo le gustaba disfrutar de aquella niña. Y, bueno, pueden entrever las proporciones del amor incondicional que sentía Cecile por aquella mujer sin cintura. 


Al morir Jocelyn el piano desapareció. Es probable que alguno de sus hijos, que no la visitaban desde que muriera su marido, vendiese aquel Fender Rhodes Silvertop del 70 sin saber lo que se hacía. Algunas personas nunca terminan de entender cuál es su función en el mundo. Eso siempre es un problema.
Sophie y Adelaida dormían en la misma habitación. Cecile acostumbraba a dormir con su madre, pero hacía un mes que Lydia había partido hacia su primer año de universidad. Ahorró durante mucho tiempo para salir de ahí. Lydia era la más trabajadora. De esta manera Cecile, a punto de cumplir dieciséis, ya no tenía que compartir dormitorio con su madre. Esa era una de las razones principales de la nueva y notoria pereza de Cecile. Causa también del indiscutible, y también nuevo, desinterés por acudir a clase a diario. Sophie era la más pequeña y, en riguroso orden, el tiempo que dividía a aquella familia en edad era de dos años. Dos años separaban a todas las hermanas. Los mismos que diferenciaban en tiempo a la mayor y el único chico, Ben. Hacía tiempo que Ben vivía con su última novia en una de esas zonas que uno no quisiera tener que pisar al caer el sol. Ben no iba mucho por casa. Lo cierto es que a Ben le interesaban otras cosas.
Cecile siempre pensó que Ben terminaría por darse cuenta de que aquel era un lugar para ellas.
La casa que la Señora Schrödinger podía permitirse estaba en la ciudad más importante del país. Si no la más, de las dos más sólidas. Imagínense una ciudad enorme. La más grande que conozcan. Con edificios desmedidos, locales humeantes, calles repletas, el ruido, la tranquilidad de los bancos en los parques, los suicidas, los perros atados, los aviones, los carriles para taxis, los escaparates navideños. Todas esas cosas acogedoras como parte de algo. Todas esas cosas que uno no puede disociar. Y ahora traten de imaginar cualquier zona suburbial que acostumbramos a ver en las películas como lugar maravilloso. Digamos que el cine actúa de embellecedor. Aquel no era más que otro gran agujero donde establecer el cuartel general para toda una vida.
  • ¿Diga? – Añadió Cecile al tiempo que sujetaba aquel artilugio con indiferencia, y se frotaba el ojo contrario a la oreja por la que esperaba la réplica.
Todo lo que escuchó entonces fue un triple Beep.
  • Han colgado – gritó al pasar por la cocina de vuelta a las sábanas.
  • ¡No voy a permitir que vuelvas a meterte en la cama! – exclamó la Señora Schrödinger mientras atravesaba el pasillo con paso de haber perdido los nervios.
En aquel momento Cecile se dio cuenta de que tendría que levantarse. Al menos hasta que su madre se fuese a trabajar. Y para eso aún quedaba una hora. Bajo la atenta mirada de la Señora Schrödinger, que no cejaba en su empeño por alejarla del lecho, se puso en pie. Alzó la persiana e hizo como que colocaba un par de pares de zapatos tirados por el suelo de su nueva habitación. Cuando la Señora Schrödinger estaba a punto de estallar como una cafetera italiana, de nuevo sonó el teléfono.

RIIIING RING.
RIIIING RING.
Martha salió disparada. Con un pantalón y un zapato de Cecile en la mano descolgó el cacharro.
  • ¿Quién es? – dijo mientras colocaba el auricular en su hombro.
De nuevo Beep-beep fue lo único que se desprendía de aquella, ya misteriosa, segunda llamada consecutiva.
Martha colocó el receptor en su sitio y volvió a encaminarse hacia la habitación de Cecile.
  • ¿Quién era? – dijo Cecile realmente intrigada
  • Nadie, no contestan – respondió Martha.
La Señora Schrödinger dobló el pantalón aún sujeto a su espalda y lo metió en uno de los cajones del aparador que había en la habitación original de Lydia. Después hizo lo mismo con el zapato de Cecile. Lo dejó en su sitio y salió de allí hacia la cocina.
Cecile se acercó a la silla que había junto a la ventana. Sobre la silla, un montón de ropa arrugada. Cogió un jersey gris, con una greca amarilla y marrón dibujada en la parte superior, y unos pantalones largos. Abrió uno de los cajones del aparador y sacó unos calcetines, un sujetador negro y unas braguitas granates.
Martha se apoyó en el marco de la puerta mirando a Cecile.
  • ¿Sigues viendo a ese chico? ¿Cómo se llamaba… - preguntó Martha inquisitiva.
  • ¿Te refieres a Jake? – respondió Cecile abrazando las prendas que había escogido, saliendo por la puerta.
  • ¡Sí! El hermano del amigo de Ben – añadió Martha siguiendo los pasos de Cecile.
  • No. – Respondió Cecile entrando al baño – hace dos semanas que no hablamos.
  • Pero,… ¿Le diste el número de casa? ¿No es así? – insistió Martha, mientras volvía a dejar caer un hombro sobre el marco de la puerta del baño.
  • Sí, bueno. Pero ¿por qué iba a llamar ahora?


Cecile había dejado su ropa sobre el tocador, acababa de sentarse en la bañera. La bañera se extendía desde la parte izquierda del servicio hacia el fondo. Donde se encontraba el retrete. Frente al váter había un bidé. Lydia solía utilizarlo para lavar su ropa interior. Nadie más lo utilizaba nunca. En la parte derecha de la puerta, justo delante de Cecile, estaban el tocador y el lavabo. Era un baño pequeño pero resuelto. La ventana estaba al final. Precisamente iba a parar a una escalera de incendios. Las vistas alcanzaban hasta el edificio contiguo. Todo ladrillo.
Hacía ya cuatro años desde la última vez que alguien había entrado a robar por esa ventana. Debía de haberse corrido la voz de que en casa de los Schrödinger ya no había nada de valor. Porque no lo había.
Se preguntarán ustedes por qué Martha mantenía el apellido de su marido. Ni si quiera ella lo sabía. A veces la costumbre hace más por uno mismo que lo que uno mismo puede atribuirse.
Martha permanecía en silencio, aún en el quicio de la puerta, pensando. Cecile se deshizo de la camiseta con la que había dormido, descubriéndose por completo de cintura para arriba. Tenía la piel fina y clara como un folio satinado.
  • ¡Mamá! ¿Piensas quedarte ahí mucho más tiempo? – exclamó Cecile molesta.
La Señora Schrödinger zarandeó la cabeza y asió el trapo que portaba en la mano con fuerza, agarró el tirador de la puerta y lo atrajo a sí misma al tiempo que caminaba hacia atrás.
  • No quiero ponerme pesada, pero ya sabes lo que pienso de ese muchacho. Sabe demasiado. Y ahora tú has cogido la misma manía de no ir a clase, mira por dónde.
  • Oh, mamá… no empieces, por favor. ¡Ya te he dicho que hace semanas que no nos vemos! – Cecile empujó la puerta hasta cerrarla por completo.
Martha se quedó en el pasillo. Observando la puerta cerrada fijamente. Después volvió a girarse y entró de nuevo en la cocina.


  • ¡Acuérdate de recoger a Adelaida antes de que se haga de noche! – gritó Martha desde el recibidor caminando hacia el salón – Y no dejes que Sophie tome nada que tenga cafeína. Ya sabes lo nerviosa que se pone.
  • Creo que llevas repitiéndome lo mismo desde que,… no sé.
Cecile veía la televisión en el sofá. Apoyada sobre uno de los reposabrazos.
  • Tienes razón – dijo Martha poniéndose los pendientes en el reflejo de la ventana - ¿Te acostarás pronto esta noche? Me gustaría que mañana fueses a clase.
Martha se dio la vuelta dirigiendo la vista sobre Cecile.
  • Vale. Leeré hasta quedarme dormida. ¿No es eso lo que quieres?
  • Sí.
Martha se acercó a Cecile y, retirando el pelo de su cara, la besó en el hombro. Suave. Como hacen las madres. Después se marchó cerrando la puerta con firmeza. Como hacen los padres.
En ese momento volvió a sonar el teléfono.

Con el primer tono los casi dieciséis años de Cecile se abalanzaron sobre el aparato. Por la intensidad podría haberlo incluso arrancado de la mesa. Pero no, Cecile aún con vigor, permanecía siempre distinguida en movimiento.
  • ¡Sí! – exclamó aún extasiada intentando aparentar lo opuesto.
  • … Hola. Hola. Verá, ¿quién es?
Era una voz masculina, grave. Muy grave. De esas voces atractivas en matiz pero tan inseguras que ni se consideran.
  • ¿Cómo que quién soy? No. Creo que esto no funciona así. ¿Quién es usted! Es la tercera vez que llama,… ya que ha decidido hablar hágalo hasta el final, ¿no?
  • V-verás. Es que no estoy seguro de ser tú p-padre. O tú m-marido. Puede que ni si quiera seas la-la p-persona a la que estoy b-buscando - dijo aquel hombre con la voz nuevamente entrecortada.
Al oír aquella explicación Cecile cerró los ojos retirando el auricular de su oreja con ternura. Al principio no hizo ningún esfuerzo pero pasaban los segundos, y aquellos óvalos azules cada vez se ceñían con más fuerza a sí mismos.
Entonces pensó en los veranos yendo a visitar a los abuelos en autobús. Y en los veranos en casa. El calor. En los últimos trabajos de Lydia. Lo tarde que volvía siempre. Con ese delantal, y la misma cara de cansancio que visten los corredores de la maratón de Nueva York el primer domingo de noviembre de cada año, cuando aparecen en la televisión. Pensó en las peleas de Ben. En sus amigos llenando la casa de humo. Pensó en los turnos que ideaban siempre que Adelaida tenía función de teatro. En lo graciosa que se pone Sophie cuando no puede dormir. Y en cómo zarandea, de aquí para allá, ese oso azul con pajarita que encontró en el parque cuando está contenta. Pensó en sus cumpleaños. En las navidades. Pensó en Lydia enamorada de aquel chico del bloque, escapándose de casa por la noche.
Pensó en su madre despierta esperando a que Lydia volviese del trabajo. En la lucha constante porque Ben entendiese que recrearse no le haría más feliz. Recordó la noche en que Adelaida no paró de llorar porque ninguno pudo ir a ver aquella obra en la que interpretaba a un cangrejo sin amigos que termina siendo el alcalde de la colonia marina. Recordó a su madre contabilizando gastos. Comida. Cosiendo. Limpiando. Recordó a Lydia bañando a Sophie de madrugada para conseguir que se relajase y durmiese. A su madre recitando canciones de su infancia mientras cocinaba. Recordó todos los cumpleaños y las navidades en las que Martha había dormido abrazada a ellos. Recordó haber empezado a dormir con su madre para que aquella falta de cariño no fuese motivo de desesperanza. En aquel instante hasta recordó a Jocelyn, tocando el piano. Cantando sonriente entre amigas. Incluso recordó al marido de Jocelyn, Jeffrey, ayudando a su madre a comprar y esconder regalos en varias ocasiones.



En aquel instante Cecile pensó en mantener la llamada. Pensó en responder a las peticiones de su padre. Quedar con él en alguna cafetería agradable cerca de la Avda. Hillside, al oeste de la 187. Dejar que la invitase a un buen batido de chocolate. A unas tortitas con sirope de arce quizá. Charlar. Ponerle en contacto con los demás. Pensó en que a lo mejor a Lydia le haría ilusión recuperar la relación. Y en lo mucho que le entusiasmaría la idea de su vuelta a Ben. En todos los planes que harían juntos por primera vez. En grabar sus gestos. ¿Se parecería a él? Fue capaz de visualizar, en aquel instante, la conversación de bienvenida. Con todos hablando en desbandada. Resumiendo trocitos de su vida. A trompicones. Pensó en lo rápido que sus hermanas pequeñas se olvidarían de los últimos años. Es algo que la gente practica con naturalidad.
‘La Señora Jocelyn estaría de acuerdo con este reencuentro’, pensó. Pero no era igual de justo para todos.
Fue entonces cuando tapó la entrada de audio, se pasó la mano por la nariz, acerco su boca de nuevo al teléfono y exclamó indemne:
  • Disculpe señor, creo que se ha equivocado. – dijo encajando el receptor en la base.
Cecile sostuvo hasta la última arruga de su rostro, fruncido y calado, aquella tarde.

Laura P. Calle







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