RIIIING
RING.
RIIIING
RING.
- ¡Quieres hacer el favor de coger el teléfono!
- Sigo en la cama. ¿No puedes cogerlo tú?
RIIIING RING.
- No, no puedo. ¡Tengo las manos mojadas! Por una vez en tu vida querrías poner los pies en el suelo antes de mediodía…
- … Aarg Vale ¡VOY! – interrumpió Cecile mientras hundía la cabeza en la almohada a modo de despedida.
- ¡Será mejor que te des prisa! Quien quiera que sea estará a punto de colgar. – Repitió la Señora Schrödinger.
- Síi, mamá. Ya voy. – exclamó Cecile a regañadientes, alargando el quejido.
El piso en el que la
Señora Schrödinger había decidido criar a sus hijos no tenía nada
que ver con ninguna de esas espaciosas viviendas que uno imagina que
va a poder permitirse cuando decide formar una familia. En el gesto
de la Señora Schrödinger se leían veinte años más de los que
pesaban sobre su espalda. A pesar de todo siempre miraba con
rectitud. Su media cabellera castaña caía sobre unos enormes ojos
azules. Fríos como sus manos.
Desde que el Señor
Schrödinger les abandonó, aquella casa se había convertido en un
desastre manifiesto. Un desastre de reducidas proporciones. Pero un
desastre. En aquel lugar se mezclaban acentos, aromas, pasos,
silencios, llamadas telefónicas; la esencia de todas las personas
que compartían las estancias era tan distinta... Tan distinta como
las narices. Las narices siempre son peculiares.
Cecile era la mediana de
cinco hermanos. Tenía la cara llena de pecas. El pelo largo y rubio,
como sus dos hermanas pequeñas, Sophie y Adelaida. Era espigada y
desgarbada. Siempre llevaba ropa extravagante. Con todo. Con su edad
y en conjunto. Pero disfrutaba de ello. Solía recogerse el pelo con
una coleta o en una trenza. Sin embargo, cuando Cecile se soltaba la
melena todas sus hermanas, de manera encubierta, observaban atentas
cada movimiento de aquel manojo de aire. Era como si cobrase vida.
Cecile era una de esas chicas cuyos brazos se estrechan en unas
muñecas semejantes a la porcelana en aparente fragilidad. Ver cómo
se movía Cecile a veces era un lujo. Austera y elegante. Sin
pretensiones. Ah. Y tenía las manos más bonitas que puede tener una
niña de quince años. La culpa era de aquella vecina negra, Jocelyn.
Jocelyn solía cuidar a Cecile cuando su madre trabajaba hasta horas
intempestivas. En casa de Jocelyn había un piano. Ella y sus amigas
se reunían en las tardes para cantar. Ya saben, esas reuniones en
las que los negros cantan góspel alrededor de un piano. Tienen que
haberlo visto en alguna película. Jocelyn enseñó a Cecile a tocar
el piano para poder acompañar a sus amigas con la voz. ¡Caramba!
Cómo le gustaba disfrutar de aquella niña. Y, bueno, pueden
entrever las proporciones del amor incondicional que sentía Cecile
por aquella mujer sin cintura.
Al morir Jocelyn el piano
desapareció. Es probable que alguno de sus hijos, que no la
visitaban desde que muriera su marido, vendiese aquel Fender
Rhodes Silvertop del 70 sin saber lo que se hacía.
Algunas personas nunca terminan de entender cuál es su función en
el mundo. Eso siempre es un problema.
Sophie y Adelaida dormían
en la misma habitación. Cecile acostumbraba a dormir con su madre,
pero hacía un mes que Lydia había partido hacia su primer año de
universidad. Ahorró durante mucho tiempo para salir de ahí. Lydia
era la más trabajadora. De esta manera Cecile, a punto de cumplir
dieciséis, ya no tenía que compartir dormitorio con su madre. Esa
era una de las razones principales de la nueva y notoria pereza de
Cecile. Causa también del indiscutible, y también nuevo, desinterés
por acudir a clase a diario. Sophie era la más pequeña y, en
riguroso orden, el tiempo que dividía a aquella familia en edad era
de dos años. Dos años separaban a todas las hermanas. Los mismos
que diferenciaban en tiempo a la mayor y el único chico, Ben. Hacía
tiempo que Ben vivía con su última novia en una de esas zonas que
uno no quisiera tener que pisar al caer el sol. Ben no iba mucho por
casa. Lo cierto es que a Ben le interesaban otras cosas.
Cecile siempre pensó que
Ben terminaría por darse cuenta de que aquel era un lugar para
ellas.
La casa que la Señora
Schrödinger podía permitirse estaba en la ciudad más importante
del país. Si no la más, de las dos más sólidas. Imagínense una
ciudad enorme. La más grande que conozcan. Con edificios desmedidos,
locales humeantes, calles repletas, el ruido, la tranquilidad de los
bancos en los parques, los suicidas, los perros atados, los aviones,
los carriles para taxis, los escaparates navideños. Todas esas cosas
acogedoras como parte de algo. Todas esas cosas que uno no puede
disociar. Y ahora traten de imaginar cualquier zona suburbial que
acostumbramos a ver en las películas como lugar maravilloso. Digamos
que el cine actúa de embellecedor. Aquel no era más que otro gran
agujero donde establecer el cuartel general para toda una vida.
- ¿Diga? – Añadió Cecile al tiempo que sujetaba aquel artilugio con indiferencia, y se frotaba el ojo contrario a la oreja por la que esperaba la réplica.
Todo lo que escuchó
entonces fue un triple Beep.
- Han colgado – gritó al pasar por la cocina de vuelta a las sábanas.
- ¡No voy a permitir que vuelvas a meterte en la cama! – exclamó la Señora Schrödinger mientras atravesaba el pasillo con paso de haber perdido los nervios.
En aquel momento Cecile
se dio cuenta de que tendría que levantarse. Al menos hasta que su
madre se fuese a trabajar. Y para eso aún quedaba una hora. Bajo la
atenta mirada de la Señora Schrödinger, que no cejaba en su empeño
por alejarla del lecho, se puso en pie. Alzó la persiana e hizo como
que colocaba un par de pares de zapatos tirados por el suelo de su
nueva habitación. Cuando la Señora Schrödinger estaba a
punto de estallar como una cafetera italiana, de nuevo sonó el
teléfono.
RIIIING
RING.
RIIIING
RING.
Martha salió disparada.
Con un pantalón y un zapato de Cecile en la mano descolgó el
cacharro.
- ¿Quién es? – dijo mientras colocaba el auricular en su hombro.
De nuevo Beep-beep
fue lo único que se desprendía de aquella, ya misteriosa, segunda
llamada consecutiva.
Martha colocó el
receptor en su sitio y volvió a encaminarse hacia la habitación de
Cecile.
- ¿Quién era? – dijo Cecile realmente intrigada
- Nadie, no contestan – respondió Martha.
La Señora Schrödinger
dobló el pantalón aún sujeto a su espalda y lo metió en uno de
los cajones del aparador que había en la habitación original de
Lydia. Después hizo lo mismo con el zapato de Cecile. Lo dejó en su
sitio y salió de allí hacia la cocina.
Cecile se acercó a la
silla que había junto a la ventana. Sobre la silla, un montón de
ropa arrugada. Cogió un jersey gris, con una greca amarilla y marrón
dibujada en la parte superior, y unos pantalones largos. Abrió uno
de los cajones del aparador y sacó unos calcetines, un sujetador
negro y unas braguitas granates.
Martha se apoyó en el
marco de la puerta mirando a Cecile.
- ¿Sigues viendo a ese chico? ¿Cómo se llamaba… - preguntó Martha inquisitiva.
- ¿Te refieres a Jake? – respondió Cecile abrazando las prendas que había escogido, saliendo por la puerta.
- ¡Sí! El hermano del amigo de Ben – añadió Martha siguiendo los pasos de Cecile.
- No. – Respondió Cecile entrando al baño – hace dos semanas que no hablamos.
- Pero,… ¿Le diste el número de casa? ¿No es así? – insistió Martha, mientras volvía a dejar caer un hombro sobre el marco de la puerta del baño.
- Sí, bueno. Pero ¿por qué iba a llamar ahora?
Cecile había dejado su
ropa sobre el tocador, acababa de sentarse en la bañera. La bañera
se extendía desde la parte izquierda del servicio hacia el fondo.
Donde se encontraba el retrete. Frente al váter había un bidé.
Lydia solía utilizarlo para lavar su ropa interior. Nadie más lo
utilizaba nunca. En la parte derecha de la puerta, justo delante de
Cecile, estaban el tocador y el lavabo. Era un baño pequeño pero
resuelto. La ventana estaba al final. Precisamente iba a parar a una
escalera de incendios. Las vistas alcanzaban hasta el edificio
contiguo. Todo ladrillo.
Hacía ya cuatro años
desde la última vez que alguien había entrado a robar por esa
ventana. Debía de haberse corrido la voz de que en casa de los
Schrödinger ya no había nada de valor. Porque no lo había.
Se preguntarán ustedes
por qué Martha mantenía el apellido de su marido. Ni si quiera ella
lo sabía. A veces la costumbre hace más por uno mismo que lo que
uno mismo puede atribuirse.
Martha permanecía en
silencio, aún en el quicio de la puerta, pensando. Cecile se deshizo
de la camiseta con la que había dormido, descubriéndose por
completo de cintura para arriba. Tenía la piel fina y clara como un
folio satinado.
- ¡Mamá! ¿Piensas quedarte ahí mucho más tiempo? – exclamó Cecile molesta.
La Señora Schrödinger
zarandeó la cabeza y asió el trapo que portaba en la mano con
fuerza, agarró el tirador de la puerta y lo atrajo a sí misma al
tiempo que caminaba hacia atrás.
- No quiero ponerme pesada, pero ya sabes lo que pienso de ese muchacho. Sabe demasiado. Y ahora tú has cogido la misma manía de no ir a clase, mira por dónde.
- Oh, mamá… no empieces, por favor. ¡Ya te he dicho que hace semanas que no nos vemos! – Cecile empujó la puerta hasta cerrarla por completo.
Martha se quedó en el pasillo. Observando la puerta cerrada
fijamente. Después volvió a girarse y entró de nuevo en la cocina.
- ¡Acuérdate de recoger a Adelaida antes de que se haga de noche! – gritó Martha desde el recibidor caminando hacia el salón – Y no dejes que Sophie tome nada que tenga cafeína. Ya sabes lo nerviosa que se pone.
- Creo que llevas repitiéndome lo mismo desde que,… no sé.
Cecile veía la
televisión en el sofá. Apoyada sobre uno de los reposabrazos.
- Tienes razón – dijo Martha poniéndose los pendientes en el reflejo de la ventana - ¿Te acostarás pronto esta noche? Me gustaría que mañana fueses a clase.
Martha se dio la vuelta
dirigiendo la vista sobre Cecile.
- Vale. Leeré hasta quedarme dormida. ¿No es eso lo que quieres?
- Sí.
Martha se acercó a
Cecile y, retirando el pelo de su cara, la besó en el hombro. Suave.
Como hacen las madres. Después se marchó cerrando la puerta con
firmeza. Como hacen los padres.
En ese momento volvió a
sonar el teléfono.
Con el primer tono los
casi dieciséis años de Cecile se abalanzaron sobre el aparato. Por
la intensidad podría haberlo incluso arrancado de la mesa. Pero no,
Cecile aún con vigor, permanecía siempre distinguida en movimiento.
- ¡Sí! – exclamó aún extasiada intentando aparentar lo opuesto.
- … Hola. Hola. Verá, ¿quién es?
Era una voz masculina,
grave. Muy grave. De esas voces atractivas en matiz pero tan
inseguras que ni se consideran.
- ¿Cómo que quién soy? No. Creo que esto no funciona así. ¿Quién es usted! Es la tercera vez que llama,… ya que ha decidido hablar hágalo hasta el final, ¿no?
- V-verás. Es que no estoy seguro de ser tú p-padre. O tú m-marido. Puede que ni si quiera seas la-la p-persona a la que estoy b-buscando - dijo aquel hombre con la voz nuevamente entrecortada.
Al oír aquella
explicación Cecile cerró los ojos retirando el auricular de su
oreja con ternura. Al principio no hizo ningún esfuerzo pero pasaban
los segundos, y aquellos óvalos azules cada vez se ceñían con más
fuerza a sí mismos.
Entonces pensó en los
veranos yendo a visitar a los abuelos en autobús. Y en los veranos
en casa. El calor. En los últimos trabajos de Lydia. Lo tarde que
volvía siempre. Con ese delantal, y la misma cara de cansancio que
visten los corredores de la maratón de Nueva York el primer domingo
de noviembre de cada año, cuando aparecen en la televisión. Pensó
en las peleas de Ben. En sus amigos llenando la casa de humo. Pensó
en los turnos que ideaban siempre que Adelaida tenía función de
teatro. En lo graciosa que se pone Sophie cuando no puede dormir. Y
en cómo zarandea, de aquí para allá, ese oso azul con pajarita que
encontró en el parque cuando está contenta. Pensó en sus
cumpleaños. En las navidades. Pensó en Lydia enamorada de aquel
chico del bloque, escapándose de casa por la noche.
Pensó en su madre
despierta esperando a que Lydia volviese del trabajo. En la lucha
constante porque Ben entendiese que recrearse no le haría más
feliz. Recordó la noche en que Adelaida no paró de llorar porque
ninguno pudo ir a ver aquella obra en la que interpretaba a un
cangrejo sin amigos que termina siendo el alcalde de la colonia
marina. Recordó a su madre contabilizando gastos. Comida. Cosiendo.
Limpiando. Recordó a Lydia bañando a Sophie de madrugada para
conseguir que se relajase y durmiese. A su madre recitando canciones
de su infancia mientras cocinaba. Recordó todos los cumpleaños y
las navidades en las que Martha había dormido abrazada a ellos.
Recordó haber empezado a dormir con su madre para que aquella falta
de cariño no fuese motivo de desesperanza. En aquel instante hasta
recordó a Jocelyn, tocando el piano. Cantando sonriente entre
amigas. Incluso recordó al marido de Jocelyn, Jeffrey, ayudando a su
madre a comprar y esconder regalos en varias ocasiones.
En aquel instante Cecile
pensó en mantener la llamada. Pensó en responder a las peticiones
de su padre. Quedar con él en alguna cafetería agradable cerca de
la Avda. Hillside, al oeste de la 187. Dejar que la invitase a un
buen batido de chocolate. A unas tortitas con sirope de arce quizá.
Charlar. Ponerle en contacto con los demás. Pensó en que a lo mejor
a Lydia le haría ilusión recuperar la relación. Y en lo mucho que
le entusiasmaría la idea de su vuelta a Ben. En todos los planes que
harían juntos por primera vez. En grabar sus gestos. ¿Se parecería
a él? Fue capaz de visualizar, en aquel instante, la conversación
de bienvenida. Con todos hablando en desbandada. Resumiendo trocitos
de su vida. A trompicones. Pensó en lo rápido que sus hermanas
pequeñas se olvidarían de los últimos años. Es algo que la gente
practica con naturalidad.
‘La Señora Jocelyn
estaría de acuerdo con este reencuentro’, pensó. Pero no era
igual de justo para todos.
Fue entonces cuando tapó
la entrada de audio, se pasó la mano por la nariz, acerco su boca de
nuevo al teléfono y exclamó indemne:
- Disculpe señor, creo que se ha equivocado. – dijo encajando el receptor en la base.
Cecile sostuvo hasta la
última arruga de su rostro, fruncido y calado, aquella tarde.
Laura
P. Calle
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