27 December 2012

RELATO #6 Clair de Lune‏


Se dice que la distancia es el espacio o periodo de tiempo que media entre dos sucesos o cosas. Es un trayecto espacial, un periodo temporal, una magnitud. Es apartamiento, desapego. Es superficial, circunstancial. Es dañina y preocupante. O es sencillamente el instante vital de un objeto, u objetos, de encuentro.
Cuando alzamos la mano, sobre un mapa, y la dejamos caer en algún punto. O recibimos una llamada que, casi por azar, nos sitúa en un espacio remoto entre cardinales y meridianos no estamos escogiendo, estamos dejando que ocurra. El curso de las cosas es casi como un dibujo infantil sin coherencia al que respondemos en cuerpo y alma. Porque al final siempre sucede algo que hace de ese lugar inconexo del mundo un rincón apetecible y bonito en el que sentarse a tomar un café y respirar con los pies en alto. 

Maude solía salir a ultimar detalles el mismo día de la cena por la mañana. Solía saludar a la señora Steinberg de camino. Con la misma naturalidad con que preguntaba por las piezas de pescado fresco que dejaba encargadas una semana antes para ese día.
Con el pelo recogido y la sonrisa extendida se adentraba por todas las esquinas y recovecos, las estanterías repletas de dulces y salados. Y esa mariposa dorada sosteniendo el moño en el que escalonaba su pelo cano y brillante. Maude se tomaba su tiempo. Colocaba aquellas enormes gafas en forma de lágrima sobre el puente de la nariz y leía atentamente en qué consistían los ingredientes de cada alimento. Como si fuese la labor más importante del mundo. Y ese día, lo era.

Por alguna razón extraña, igual que actúa la gravedad con la mano sobre el mapa, los lugares nos atraen. Y nosotros dejamos que lo hagan.
Juan siempre llegaba. Como las tormentas de verano. Casi de forma inconclusa, injustificada, aparecía. Hasta qué punto convencido. Pero esperado.
Con la maleta algo deshecha, del viaje, y la cara de niño que se le pone cuando no sabe bien lo que va a ocurrir. El olor a libro en las manos y todas las palabras, conectadas o no, chocando casi por inercia, como esa millonésima parte de fracturas habladas que pasan por su cabeza.
Juan representa a ese tanto por ciento de la población mundial que se esfuerza por ser feliz, y lo demuestra. Que se empeña en conseguir las cosas tal y como ha esperado pacientemente que ocurran. No habla mucho para evitar resbalar con algunas de las formas verbales que le metieron en líos. Hace tiempo que Juan alcanzó el nivel de silencio con capacidad de transmisión del que tanto hablamos los demás.Se le cerraban los ojos esperando a la maleta. Entre cortado y nervioso. Pero esperar es fácil cuando sabes que quien viene a buscarte está muy de acuerdo con tu vuelta.

Harold murió mientras dormía. Los médicos dijeron que no hubo sufrimiento. Al parecer es una suerte. La explicación responde a algo tan simple como una disminución de las funciones vitales, esa última exhalación. Harold fumaba en pipa desde joven. Y leía tanto que a veces Maude se auto-cuestionaba como conversadora. Solía sentarse a leer en la biblioteca del ático. Ese era su rincón. A veces hacía girar aquella bola del mundo que su hermano compró para él hacía unos años, se quitaba las gafas y descansaba, con los ojos cerrados y Claro de Luna sonando en el tocadiscos. A veces Maude también subía a leer, mientras le observaba por el extremo derecho del ojo durante horas. Y el sol de invierno sobre su rostro. A veces bailaban juntos la pieza de Debussy. Descalzos, encontrados, de la mano. Como el día en que hablaron por vez primera.
Deshacer la maleta es un ejemplo inequívoco de nostalgia, palabra que Juan acunaba con dulzura de manera frecuente. ‘Yo nostalgio’ que decía alguien en alguno de sus libros. La nostalgia es un sentimiento cercano a la melancolía. La melancolía del recuerdo. La melancolía, el recuerdo. No todas las palabras que aparentan estar de acuerdo con la tristeza tienen por qué estarlo. Existe un puente, el dichoso vínculo que espejea en la cara de Juan siempre que actúa osada la reminiscencia.
Entonces se sentó en la silla con la que llevaba sin hablar meses e hizo una foto de la maleta abierta. Para recordar. Para dejarse invadir por la nostalgia dentro de un tiempo. Con algo de distancia.
 Miraba a la ropa como si la oliese. Le temblaba el pulso en silencio. Entonces sonó el timbre.
Cuando uno regresa en una época más que señalada en revueltas no suele hacerlo solo. Y ahí estaban todos. Entrando por la puerta ‘como hacía unos meses’, pensó Juan. ‘Todos’, volvió a pensar. Pero todos no.

Laura fue la primera en aparecer. La primera de los seis hijos que Harold y Maude llevaban años cuidando como si no supiesen hacer nada más. 
Rodeada por catorce bolsas de comida y una maleta Laura había viajado un día antes de lo previsto sólo para ayudar a su madre con la cena. Que aquel año, sin duda, sería especial. 
Sus hermanos vivían cerca así que aparecerían, como siempre, en ese instante último, entre la segunda copa de vino y la calcinación de lo que quiera que estuviese en el horno.  
Laura era la única hermana soltera. Y la pequeña. Y la que, a pesar de la distancia, más unida había estado a su madre y su padre. 

Olivia se retorcía esperando noticias, mientras miraba el teléfono con atención a intervalos de tres a cuatro segundos, entre conversaciones de cafetería, hasta que decidía dejarlo caer en el bolso proponiendo una opción de piedad interior para zanjar expectativas. Habían dejado de hablar un tiempo. Las personas dejan de hablar, las personas dejan de dejar de hablar. Las personas piensan en personas y, como la ley natural a la que todos respondemos, las personas actúan casi siempre como no se espera que hagan. Juan y Olivia se conocieron en una librería. No estaban avisados. Habían hablado pero ninguno de los dos salió de casa aquella mañana con previsión de conocer a la persona con la que hablaba desde hacía un tiempo. Se dieron la mano a través de un libro antes de mirarse a los ojos. Después de aquello todo parecía complicado. De repente. A veces en lugar de pensar en lo que ocurre cuando uno se comparte se piensa en lo tangible. En la materia. El silencio no es definitivo, dicen. Y los silencios rotos son tan inesperados.  

Maude y Laura pasaron la tarde juntas, contando anécdotas sobre los últimos meses. Compartiendo recuerdos de otras cenas de navidad y acariciándose las manos al descuido. Porque en la piel se entienden palabras que no siempre resulta tan fácil adelantar con la voz.  
Harold solía apoyarse en el marco de la puerta de la cocina, cuando Laura iba a visitarles, a observar cómo Maude hablaba a su juventud mirándola a la cara. 
Hacía un gesto con el bigote cuando le descubrían y se marchaba guiñando un ojo. Siempre le fascinó la ternura de Maude cuando se refería a su hija. Y siempre ayudó a conservar esa intimidad que se estrecha a veces cuando los muchachos son más adultos que muchachos. 

 Después de aquel silencio no habían tenido oportunidad de verse y demostrarse que aún tenían rostro. Y de tocarse así con la mano suave hasta hacerse daño. No habían tenido tiempo, ni espacio. Desde que los recuerdos entraron por la puerta, hasta que Juan se fue a dormir, entre conversaciones, balanceaba una idea. Igual que Olivia llevaba un tiempo entre acorazada y descorazonada intentando obviar las horas. Juan dormía en su cama aquella noche. En un colchón de verdad. A lo mejor fue eso lo que propició el sueño.  Al abrir los ojos Juan se giró, despacio, casi sin mover los brazos. Comprobando que no había nadie más al otro lado. Al despertar incluso olía de manera familiar, aquello atrajo un enfado monumental para sí mismo que culminó en otro sueño profundo. 

Maude se despertó alrededor de diez veces durante la víspera de nochebuena. Una de las últimas veces Laura acudió a su encuentro en el pasillo y Maude algo enfadada, la apartó sin mediar palabra con los ojos escondidos y siguió caminando hacia la cocina. En aquel instante Laura entendió que jamás entendería el vacío que sentía su madre. 

El segundo sueño empezaba con el timbre. Juan bajaba las escaleras dormido, a regañadientes, sin preguntar abría el portal, botaba la puerta de casa y entraba en la cocina para preparar café. El ascensor se detenía frente a la entrada, alguien bajaba y Juan preguntaba; como no había respuesta salía de la cocina, abría la puerta y miraba. Nadie. Así que volvía a la cama extrañado. Al pisar el cuarto escalón, de camino a su habitación, sonaba el timbre de nuevo. El timbre del piso esta vez. Juan agitaba la cabeza en el aire, se estiraba la camiseta y corría hacia la mirilla. 
Al no ver nada, aún con la cadena enganchada, entreabría la puerta. Una mano asomaba como queriendo entrar. Una mano con dos anillos reconocibles y un reloj de plástico en la muñeca. Juan cerraba la puerta para quitar la cadena, la abría por completo y se abrazaba a la mano en el descanso del piso durante alrededor de veinte minutos. Sin mediar palabra. 

 La mañana de noche buena  Maude se limitó a dormitar durante horas y a dejarse pasar. Como las hojas de los libros que la rodeaban en el ático a medio día. Cuando Laura atravesó la puerta, asustada por la hora, Maude seguía ahí, en pijama. 
La tristeza había conseguido transformar aquella mañana en algo hostil y desamparado. 

Tras el segundo sueño Juan bajó a hacer café. Entró en la cocina con el teléfono en la mano, la cafetera estaba preparada y hacía sol. De repente el timbre que le había mantenido en tensión durante la noche volvió a sonar. Con cara de desafortunado abrió la puerta. Primero arrastró la cadena por el pasador, agarró el picaporte y tirando hacia dentro con el ceño fruncido sintió aquella mano sujetando la suya. Entre asustado y curioso terminó de abrir la puerta. Y ahí estaban. 
Otra vez.
Aprovechando la inercia del gesto Juan tiró de la mano sujeta y se besaron en un abrazo. Se besaron con la tranquilidad del encuentro. Con la distancia reducida a pedazos. Con los ojos borrados en lágrimas que escondieron entre oscuridad y pestañas. 
Bailando en persona, en silencio y con palabras. 
Como si no fuese un sueño.
Ellos. 


-          Mamá – exclamó despertándola – ¿aún sigues aquí? 
-          Laura, cariño. – dijo abriendo los ojos con voz cansada - Me he quedado dormida, supongo. 
-          Mamá… - dijo Laura sonriendo con dulzura – hace horas que duermes. 
-          Quizá no sea lo correcto, pero aquí estoy bien. 
Los ojos de Maude se agrietaban como un rosetón, entre brillo y colores.  
-          ¿Sabes lo que más me gustaba de Harold? – dijo cerrando los ojos. 
-          ¿Qué? – preguntó Laura entre lágrimas. 
      -          Que no era capaz de imaginarme la vida sin él.

2 comments:

  1. Buen relato. Es un placer haber llegado a tu rincón a través de los premios 20blgs, siempre es interesante conocer los buenos trabajos de los demás bloggeros. Mucha suerte en los premios y cordial saludo.
    FELIZ AÑO 2013.
    Ramón.
    P.D.: Si te gusta la fotografía, te invito a pasar por mi blog DISEÑO GRAFICO CON PHOTOSHOP, desinteresadamente enseño técnicas muy fácil de realizar con Photoshop para aplicar a nuestras fotografías. Lo explico paso a paso en tutoriales fácil de entender.

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  2. Hola si me das el enlace tienes mi voto asegurado. Un abrazo y te insto a que hagas lo mismo

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